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Tailandia

 

 

Donde convive el exotismo con la placidez de sus gentes, bellísimos mosaicos de arrozales con nagas custodiando centenares de templos, bosques insondables atesorando secretos, morada de silencios, cumbres cargadas de misterio....

 

Laos

 

 

El Reino del millón de elefantes y el parasol blanco.

Tierras bañadas por el Mekong, fuente de vida que convierte en fértiles valles aluviales los campos por donde pasa, nutriéndolos, embelleciéndolos.

Altas montañas que se alternan, como en un baile, con las algodonosas nubes.

Amaneceres teñidos de naranja, por los serpenteantes surcos que despliegan los monjes en su peregrinar....

Angkor Wat

Camboya

 

... fusión de la naturaleza con la obra creada por el hombre, árboles centenarios recuperando el lugar que antaño les perteneció. Sus raíces, ancladas en la tierra, retoman con fuerza la dignidad arrebatada y en perfecta simbiosis, se entremezclan orgullosos.

Innumerables torres con el rostro de Buda esculpido en los cuatro lados de la roca. Guerreros de ninguna y de todas las épocas, sosteniendo cada uno, parte del tronco de las serpientes que abren paso a los templos.....

Julio, 2013

 

Inmersa en el azul etéreo, abajo las algodonosas nubes suspendidas, ingrávidas, arriba la nada….

Empieza el viaje, aunque tengo la certeza que empezó hace ya algunos días, semanas quizá, porque nuestro pensamiento se desplaza allá donde queremos, no conoce fronteras, no requiere billetes, visados, ningún trámite, simplemente va allá donde queremos ir.

 

10.0000 kms separan Barcelona de Bangkok, apenas 12 horas de vuelo y llegamos a la ciudad impenetrable del dios Indra, el señor del Cielo, el dios de la guerra y la tormenta, el que cabalga sobre Erawan sosteniendo en su mano un rayo relampagueante para ahuyentar la sequía.
Bangkok la ciudad de los ángeles y también de los contrastes, donde convive lo viejo con lo nuevo, abundancia con austeridad, tecnología futurista con tradiciones ancestrales, grandes rascacielos que, ignorando las chabolas que les precedieron se elevan hasta casi sepultarlas; ruido, movimiento, ruido…. de pronto te invade la paz de los templos, de los innumerables altares y percibes el aroma del incienso, las velas, el canto de los mantras….
Todo esto es Bangkok, ciudad de los ángeles, ciudad de contrastes.

 

La zona donde nos alojamos es tranquila, las casas bajitas de madera, apenas son visibles porque la vegetación las cubre, las ramas de los árboles entran y salen de ellas con total impunidad, como si fuesen sus propios moradores. Estamos a orillas del río Chao Phraya, o “Río de los Reyes”, paseamos por el barrio, sus mercados donde empezamos a ver los primeros insectos (fritos !), todo tipo de pescado seco, sequísimo, peces vivos en grandes barreños llenos de agua, también frutas exóticas, verduras, algunas totalmente desconocidas para nosotras, y de pronto el mercado de flores. Poco a poco aparecen los primeros templos, hay tantos que no tienes que buscarlos, ellos te encuentran a ti, entramos, participamos en su ceremonia y sentimos un gran acogimiento.

 

El palacio real es bellísimo, pero si nos han dicho que en Bangkok viven casi 10 millones de personas, yo creo que la mayoría están hoy aquí, realmente es un conjunto de edificios, templos, precioso. Entradas custodiadas por criaturas mitológicas, sabios de mirada bondadosa y pelo y bigotes blancos larguísimos te dan la bienvenida, las atzaras, bailarinas celestiales cubiertas de oro te ofrecen el aroma de las flores, demonios sonrientes y picarescos soportan el peso de las estupas y finalmente, desde lo lejos, divisamos el Buda Esmeralda. Después visitamos el templo Wat Pho donde se alberga un Buda reclinado grandioso, 46 metros de largo por 15 de alto y no es el único ! visitamos galerías con decenas de ellos, éstos ya de tamaño normal, sentados en posición de loto, y después el barrio chino, tan caótico como cualquier barrio chino de cualquier lugar del mundo, carteles luminosos, ajetreo, todo está en venta, aquí encontrarías cualquier cosa que quisieras comprar y lo que no, también. Por último, visitamos el mercado nocturno de flores y cenamos en un puesto callejero unos noodles buenísimos. Todavía está presente el aroma y la belleza de las flores cuando tranquilas, relajadas al final del día, nos sorprendemos observando las ratas merodeando aquí y allá entre los transeúntes, nadie se alarma, las esquivan sí, pero nada más.

 

De Bangkok cogemos el tren a Ayutthaya, capital del reino Siam desde 1350 hasta 1767 cuando los birmanos saquearon la ciudad, lo que vemos hoy es una hermosa ciudad Patrimonio de la Humanidad, su centro es como una isla rodeada por el río y diversos canales, las ruinas de los templos nos sobrecogen, vemos la cabeza de un Buda de arenisca misteriosamente apresada por las entrelazadas raíces de un árbol, nutriéndose mutuamente, compartiendo así su energía, su vida…. Otro Buda grandioso, de 17 metros de alto junto a otros Budas receptores de las ofrendas de sus fieles, quienes adhieren una tras otra capa de oro finísimo pero que, de a poquitos se va nutriendo. En otro templo, un Buda rodeado por cientos de gallos de brillantes colores pertenecientes quién sabe a qué tiempo, a qué galaxia….

 

Según nos íbamos alejando de Bangkok empezamos a ver las casas construidas en alto sobre pilones, en su defensa contras las grandes lluvias, riadas que inundan y arrastran todo a su paso, tantas veces han dejado tras de sí pura devastación y, sin embargo, año tras año, los pueblos del sureste asiático las reciben como una bendición, son los monzones que hacen florecer los campos, bellísimos mosaicos de arrozales, bosques impenetrables…. Percibimos cuán vinculadas nos sentimos al elemento agua. Desde nuestra llegada, hemos estado rodeadas de ríos, canales, lagunas y charcas, grandes y pequeñas, como resultado de esas esporádicas pero potentes lluvias.

 

Nuestro viaje continúa y de Ayutthaya seguimos dirección norte hasta Sukhotai que significa “Aumento de la felicidad”, se considera que ésta fue la primera capital del reino Siam tras la derrota del imperio Jemer a principios del siglo XIII. El desarrollo de la escritura thai corresponde a este periodo. Paseamos por la “ciudad dorada” y nos dejamos seducir por los restos de una esplendorosa civilización.

 

Próximo destino: Chiang Mai, “La Rosa del Norte”, a orillas del río Ping, atiborrada de templos venerados tanto por los lugareños como por los visitantes que, por diversos motivos, son atraídos a esta ciudad colonial de casas bajitas, estrechas callejuelas de construcción laberíntica, avenidas que posiblemente, por no ser muy anchas, hacen que el tráfico sea denso, pesante; mercados que ofrecen la artesanía de los pueblos indígenas de las montañas, y con todo ésto no podemos obviar la evidencia también de la prostitución como un entramado que se expande abarcando varias zonas, posiblemente cada vez más. Por otro lado, la oferta thai de masajes; en occidente cuando piensas en un masaje, visualizas un sitio tranquilo, con ambiente chill out y en total intimidad. No sucede lo mismo por estas latitudes, aquí los masajes se hacen en serie, una cama tras otra, un sillón al ladito de otro según el caso, mostrándose tras los cristales los masajistas y los masajeados en cadena. También vemos gente sentada con los pies sumergidos en una especie de peceras, montones de pececitos picoteándoles los pies, en teoría comiéndose las impurezas, ante la mirada de los que por allí pasan, que se detienen, algunos divertidos, otros atónitos y los más indiferentes.

 

La mejor experiencia vivida en Chiang Mai ha sido la visita al templo Wat Pharathat Doi Suthep, ubicado en lo alto de una colina mirando la ciudad, como protegiéndola. Se accede por una gran escalera franqueada, a lo largo de sus 290 peldaños, por dos nagas (serpientes). Desde lo alto se divisa Chiang Mai en toda su extensión pero ese día había niebla lo que todavía hacía que el templo fuese más misterioso, su estupa dorada emitía una fuerza difícil de contener, aún en las tinieblas su resplandor era estremecedor.

 

De Chiang Mai nos dirigimos a Chiang Rai, el viaje es realmente precioso, montañas de exuberante vegetación, bosques insondables atesorando secretos, morada de silencios.

 

Los arrozales omnipresentes, no importa la altitud, vayas donde vayas siempre están, aunque en esta ocasión han dejado un poco de espacio a las plantaciones de maíz, los bananeros y otros frutales.
Nada más llegar nos sentimos bien en esta ciudad, es tranquila, hogareña y como no podía ser de otra forma, también colmada de templos, mercados….

 

En un autobús local de esos en los que siempre cabe uno más, o dos, o tres…. emprendemos viaje a Mae Sai, la aldea situada en el punto más septentrional de Tailandia, frontera con Birmania (Myanmar).

 

Nos alojamos en unas cabañas junto al río Mekong que es la frontera natural entre los dos países, el entorno es idílico, montañas desdibujadas por la niebla, una vegetación llena de vida, exuberante, altiva, imperturbable a la realidad de la cual es testigo. Al anochecer, cuando la luz del sol se extingue, otra más potente, con más fuerza, amenazante, se extiende a lo largo de kilómetros de paso fronterizo, negando así la voluntad de los pueblos. El ambiente es sobrecogedor, te intimida, tan solo un río, un puente que lo cruza y gente aturdida en constante movimiento.

Al día siguiente con una furgo semiabierta, compartiendo espacio, comida, miradas temerosas y a la vez esperanzadoras, he ido a visitar el triángulo de oro, donde se unen los ríos Ruak y Mekong, dividiendo los tres países: Birmania, Laos y Tailandia. Esta zona durante muchísimos años y hasta hace pocas décadas, ha sido la principal productora de opio del mundo.

 

Regresamos de nuevo a Chiang Rai para descansar un poco y preparar el viaje a Laos.

Estos días pasados ha estado diluviando, la noche que pasamos a orillas del Mekong la lluvia fue tan intensa que al despertar comprobamos que el nivel del río había subido más de medio metro, todo era un barrizal, andabas con los pies totalmente sumergidos en el agua, a veces te llegaba hasta casi la rodilla y sin embargo, la vida no se detiene jamás, la actividad seguía casi con total normalidad adaptándose a las circunstancias. Vimos algunos hombres sacando sus redes de pesca y poniéndose a pescar al ladito de sus hogares inundados.

Antes ya he mencionado como la presencia del agua la sientes en cualquiera de sus formas, la percibes en todos los poros de tu piel, al inhalar notas como te nutre, te purifica, la ves, la oyes….. otro elemento constante es el fuego, me preguntaba por qué, puesto que aparte de la tenue luz de algunas velas y el apenas imperceptible encendido de las varitas de incienso no lo había visto, sin embargo, de pronto observé que provenía de los templos, en Tailandia hay miles, en cualquier ciudad, separados unos de otros a veces por pocos metros, también en las carreteras, en los bosques, en las cimas de las montañas….. todos de  un color cálido, incandescente como el fuego; los intensos dorados dan paso a los anaranjados y éstos a un rojo vivo para seguir con la misma exaltación hasta los cobrizos prolongando su intensidad más y más. Aún así, no es solo su color; la entrada de cada templo está custodiada por dos serpientes y aquí presagias de nuevo la potencia del fuego  salir de sus airadas, destructoras bocas.

La estructura de los templos nos hace conectar con otros dos elementos, de sus tejados emergen remates en forma de quién sabe qué animal, los cuales, con determinación ascienden hacia el cielo y a su vez, como en picado, descienden de los propios tejados para quedar anclados en la tierra, esa tierra generosa, nutrida por el agua que ofrece con gratitud sus frutos, y así, de esta forma, entiendo que se cierran los círculos de los cuatro elementos: agua, fuego, aire y tierra.

 

Cerquita de Chian Rai visito el Wat Rong Khun, el templo blanco, solo por este encuentro merecería la pena venir a este recóndito lugar. Su construcción empezó en 1997 y todavía siguen las obras. Ha sido diseñado por el pintor y arquitecto Chalermacha Kosipipat quien lo ha concebido de una forma totalmente insólita: no se reflejan en él los tradicionales pasajes de la vida de Buda y su iluminación, sino escenas contemporáneas que simbolizan el miedo, el deseo y la ignorancia a través de las cuales permanecemos ligados al samsara, el ciclo de transmigraciones o renacimientos provocados por el karma. De lejos, el templo parece de porcelana pero según te vas acercando el espejismo se desvanece a la vez que te atrapa.

Estamos en Huay Xai al norte de Laos desde donde navegaremos por el Mekong durante dos días hasta llegar a Luang Prabang. Sabemos, según algunos escritos y leyendas, que en 1353 un príncipe laosiano exiliado en Angkor, la capital del reino jemer, regresa a Luang Prabang, su tierra natal, estableciendo aquí el primer reino laosiano al que llamaría “Reino del millón de elefantes y el parasol blanco”. Desde entonces, Laos fue un país monárquico siendo Luang Prabang la sede de la realeza laosiana hasta que, en 1975, los comunistas toman el poder. Laos queda entonces aislada del resto del mundo con la excepción de Vietnám y el bloque soviético. Sin embargo, en 1986 la República Democrática Popular de Laos instaura la política conocida como “Nuevo Pensamiento”, el gobierno interfiere menos en la economía, permitiendo así el resurgimiento de la libre empresa.

Os escribo ahora contemplando el gran Mekong, justo antes de embarcar, con toda la emoción que el corazón puede sentir, con gratitud a esta fuente de energía, que comunica pueblos, convierte en riquísimos valles aluviales los campos por donde pasa nutriendo y embelleciendo los arrozales. Se dice que aquí fue originario, desde la noche de los tiempos, el cultivo del arroz, antes incluso que en China. El Mekong que acoge a lo largo de sus casi 5.000 kms de recorrido una vida acuática tan rica, tan plena y me colma ahora de dicha.

 

Navegar por el gran río ha sido una experiencia única, como penetrar en las entrañas de la madre tierra, adentrarte en sus recónditos tejidos, atravesar bosques enmudecidos que evocan misterios y dejarte fluir por las palpitaciones de sus vasos sanguíneos generadores de vida. Recordé las escenas de “Aguirre y la cólera de Dios” cuando Klaus Kinski enloquece, pero no, no fue en el Mekong ni tampoco yo iba en busca del oro, aunque de alguna manera sí que pretendía algo más valioso, quería vivir ese momento, dejarme mecer, permitir que el río me hablase y saberle escuchar. De vez en cuando divisábamos algún poblado, casuchas en lo alto diseminadas en la espesura del bosque y me pregunto cómo será la vida de la gente que las habita, únicamente creo que es posible vivir aquí si estás en plena armonía con la naturaleza, si te fundes con el árbol, la piedra, el agua…. No puede haber en estos parajes cabida para la individualidad, todo es Uno.

 

Antes del atardecer llegamos a Luang Prabang, una de las ciudades más bellas que han existido durante siglos. Sus calles no son muy anchas, en realidad, algunas no son más que estrechos pasadizos encumbrados por la vegetación, los niños juegan, los más adultos, sentados en el suelo o en cuclillas sobre sus talones, contemplan el pasar del tiempo. A la ciudad le rodean dos ríos, el Mekong y su afluente Nam Khan que, como en un tímido abrazo, se unen cercándola en forma de península. Las casas de estilo colonial, reflejan la presencia francesa durante la primera mitad del siglo XX y los innumerables templos, con sus monjes vestidos de color azafrán, impregnan la ciudad de paz, espiritualidad.

Cada mañana, al alba, tiene lugar el ritual de la peregrinación de los monjes pidiendo limosna, con un cuenco salen de los monasterios, uno tras otro, formando líneas luminosas, serpenteantes, para recorrer la ciudad ante los laosianos, quienes sentados en el suelo les esperan para entregarles sus ofrendas. La humildad y el agradecimiento de los monjes se fusiona con la gratitud de los laosianos por permitírseles realizar acciones que mejorarán su karma.

Poco después voy a uno de los templos, todo está en calma, las gallinas picoteando aquí y allá, los perros se desperezan como saliendo de su letargo nocturno, me envuelve el rumor del viento, el canto del gallo, de los pájaros y alguna plegaria cuando, de pronto, veo a un monje depositando pequeños montoncitos de arroz delante de cada una de las estatuas de Buda, que se encuentran desparramadas por el jardín. Para amar una ciudad necesitas un tiempo, así, con el pasar de los días, cada vez me siento más acogida, me levanto cuando todavía la ciudad está adormecida, escucho sus silencios, su despertar, y de a poquitos voy sintiendo como vibra, como fluye….

 

Cruzamos el Mekong con el ferry y al otro lado el tiempo parece detenido en sus ancestros, la cotidianidad de la aldea se reduce a lo realmente básico, como ignorando el progreso que está teniendo lugar en la otra ribera. También voy a las cataratas Kuang Si y me siento empequeñecer ante la fuerza de de la naturaleza en su estado más puro y a las cuevas Pak Ou, conocidas como las cuevas de los mil budas, en sí, no podríamos decir que las cuevas sean grandiosas, más bien al contrario, pero el hecho de adentrarte en una pared de roca bañada por el Mekong y encontrarte con cientos de budas que desde tiempos remotos los laosianos han ido entregando a la tierra, la dota de una energía y singularidad única.

 

Desde que llegamos a Laos el cielo ha mostrado su azul más radiante, sin embargo, por la noche la lluvia ha sido intensa, el monzón azotando con furia los tejados de la ciudad produce un sonido acompasado que te hace encoger a la vez que te arropa; de pronto recuerdo las casas que he visto durante el día, tejados de pura chapa, paredes igualmente finísimas construidas tan solo con hojas de bambú… ¿cómo pasarán la noche sus moradores? ¿cuál será su visión de la vida? En Luang Prabang estas casas se alternan con las mansiones, villas y palacetes ocupadas hasta 1975 por la realeza y la alta burguesía que, junto a intelectuales, artistas y tantos amantes de la libertad dejaron el país cuando se instauró el régimen comunista. Ahora se han convertido en lujosos hoteles, así grandes y pequeños conviven, suntuosas casas de madera impecablemente pulida con sus preciosas balconadas y jardines, al lado de las casuchas de cañas y hojalata. Sin embargo, a pesar de las diferencias, a pesar de todo, al dejar la ciudad mi sentimiento es de armonía, de paz.

Doce horas de viaje en autobús para recorrer los 340 kilómetros que separan Luang Prabang de Vientianne. El paisaje durante las primeras horas del día era maravilloso, tan pronto nos envolvía la niebla como ascendíamos por encima de las nubes que danzaban ingrávidas, montañas, valles que me hicieron pensar en el poema que Raimon canta al país vasco, “tots el colors del verd”, de haber estado aquí, creo que también se lo hubiese dedicado a Laos. Ríos de agua densa, anaranjada, entrelazándose entre sí, desapareciendo bajo la tierra para volver a aparecer de nuevo, a veces en forma de cascadas, otras invadiendo sin más la carretera. En lo alto de los cerros, aldeas de unas pocas casas, la mayoría de ellas construidas con cuatro tablones de madera, cañas y hojas de bambú entretejidas y paja o planchas de hojalata por tejado, se alzan erguidas, con dignidad, cuidando de la tierra que por aquí es del color de la sangre ¿de dónde proviene la fuerza que las mantiene aferradas, inmutables?

 

Al día siguiente paseamos por las calles de Vientianne, visitando sus templos, estupas, jardines, mercados… es la ciudad más grande y también la capital de Laos con alrededor de 700.000 habitantes, aún así nos parece tranquila, acogedora.

Seguimos rumbo al sur, esta vez, después de la experiencia del bus “vip” (tres horas de retraso, avería del aire acondicionado y rodeadas de turistas, algunos al borde de la histeria) decidimos tomar un autobús local, el cual va haciendo paradas que aprovechan algunos vendedores para ofrecerte arroz compacto en bolsitas de plástico, pinchitos de todo tipo de carne a la brasa, bollos, refrescos, realmente cualquier cosa, suben en una parada y bajan en la siguiente, aparentemente para nosotras en medio de la nada. Nos preguntábamos si habría también alguna parada para ir al lavabo ya que el trayecto era de unas seis horas, pues bien, paradas las hubo pero tal cual en el campo, primero bajan todos los hombres que no se alejan más de dos o tres metros, dan la espalda al autobús y listos, cuando suben, bajan las mujeres, aunque ellas sí, como hacemos todas, se alejan hasta desaparecer detrás de algún arbusto, y con todo este entretenimiento llegamos a Thaket, un pequeño pueblín al lado del Mekong, por cuya ribera paseamos y disfrutamos del ambiente hogareño laosiano.

 

Así son los pueblos que visitamos de camino a Si Phan Don, viviendo su cotidianeidad con placidez, despacito, muy despacito, podríamos decir que como adormecidos o, más bien aletargados. En cualquier momento, cualquier lugar es bueno para echar una siestecilla, siempre hay a mano una hamaca donde tumbarse. La vida aquí es grupal, no hay cabida para la soledad, el aislamiento; las casas están siempre abiertas, mesas y sillas en las aceras, a veces me costaba distinguir si era un bar o una casa particular, si estaban lavando ropa o la vendían …., todo se comparte, grandes familias, amigos, vecinos, tan pronto juegan a la petanca, como a las damas; al atardecer la cita ineludible tiene lugar al ladito del gran río, tomando los pinchitos a la brasa acompañados con cerveza lao mientras se contempla la puesta de sol.

El último trayecto, unos 200 kms. lo hacemos en uno de esos camiones tuktuk. Unas 30 personas pegadas una a la otra, un gran amasijo de carne moviéndose al unísono, con los pies sobre cajas, sacos de comida….. en fin, uno de esos transportes que hasta ahora cuando los había visto siempre me conmovían y pensaba “pobre gente”, pues bien, ahora esa pobre gente era yo y no me sentía ni pobre ni miserable sino feliz, partícipe de esas miradas de complicidad, aceptación, sonrisas, cansancio, sudor, alegría, esperanza…. Han habido dos palabras que me han acompañado todo el tiempo en este viaje por el sureste asiático, compartir y agradecer, espero me sigan acompañando en todo el viaje de mi vida.

 

Y llegamos a Si Phan Don, donde la generosidad del Mekong se desborda ensanchándose de tal forma que de él emergen 4.000 islas ! Alquilamos una bicicleta para recorrer la isla más grande que tiene unos 25 kms de perímetro, ha sido bellísimo, sentirnos inmersas en el gran mosaico de arrozales donde todas las tonalidades del verde tienen cabida, saludando uno a uno “sabaidiii” a todos los isleños con los que nos encontrábamos. Me crucé con dos niños que me regalaron 2 ramitas, las acepté con el enternecimiento del más hermoso ramo de flores.

De nuevo me levanto al alba pues quería ir al mercado y me habían dicho que solo estaba de 5.30 a 7.00 de la mañana, voy en su búsqueda y al preguntar me dicen: sigue a la gente, eso hago, de todos los lados llegaban en bicicleta, moto, tuktuk, caminando….. todos con sus cestas, unos las llevaban llenas de frutas, verduras, pescado, tortitas, fideos de arroz, huevos…. iban a vender; los demás, con las cestas vacías pero cargados con la misma confianza del nuevo día, iban a comprar, así fue como vi transformarse un campo en mercado, deambulé entre ellos, me sentí una más, compré unos bollos para desayunar y al poquito partíamos para otra isla: Don Khon, donde el río se enfurece, el rumor plácido de sus aguas se convierte en rugidos, su descenso se precipita y como perdiendo el control se produce la estampida, son las cataratas Li Phi, las que, según creen los pueblos que las habitan atrapan los malos espíritus y les protegen.

Y si en Laos me despidieron los delfines de agua dulce del Irrawaddy, en Camboya fueron los pescadores con sus redes chinas desplazándose en plataformas flotantes sobre el río, los que nos dieron la bienvenida.

Llegamos a Angkor, antigua capital del imperio jemer, cuyos templos se remontan al siglo VI; dicen que los primeros monjes budistas llegaron desde Sri Lanka entre los siglos XIV y XV y, a pesar de la decadencia del imperio y el abandono del lugar que quedó prácticamente sepultado por la selva, los monjes fueron los únicos que permanecieron en él.

 

Lo que vemos hoy es de una hermosura sublime, en donde se fusiona la naturaleza con la obra creada por el hombre, árboles centenarios recuperando el lugar que antaño les perteneció, sus raíces ancladas en la tierra retoman con fuerza la dignidad arrebatada y en perfecta simbiosis se entremezclan orgullosos. Innumerables torres con el rostro de Buda esculpido en los cuatro lados de la roca. Guerreros de ninguna y de todas las épocas, sosteniendo cada uno parte del tronco de las serpientes que abren paso a los templos. Donde mires, donde estés, quedas sucumbido por la energía mágica que fluye.

 

Desde mi ignorancia atribuí a los templos de Angkor el principal valor de Camboya, ahora, a punto de partir, después de solo cuatro días en este país, tengo la certeza de que volveré algún día. Camboya es extraordinaria por su historia, por su pasado y su presente, un país cuya gente fue y sigue siendo todavía mutilada, pues la tragedia sigue latente, pero con una fuerza y una entereza indecible, así dejo atrás un pueblo de una ternura que invade todo mi ser.

Antes de regresar a Bangkok para tomar nuestro avión de vuelta, pasamos por Ko Samed, una pequeña isla en el norte de Tailandia, cuyas playas te acarician con su sedosa arena de resplandeciente blancura.

 

¡Todavía estás leyendo mi relato! Eso significa que un poquito, de alguna manera, viajamos juntos por el sureste asiático a lo largo de 3.600 kms.

Gracias por compartir conmigo el maravilloso viaje de la vida, hacia nuestro interior, hacia todos y con todos. 

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