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Bilbao

 

Fui a Bilbao con la ilusión de ver los rayos del sol reflejados en las planchas de titanio del museo Guggenheim. Quería captar yo también esas imágenes que había visto tantas veces, quería sumergirme en ellas, fundirme en su belleza...

Sin embargo, tuvieron que pasar algunas horas para que entendiese que su embrujo no radicaba justo en esos destellos anhelados, sino en la ciudad tal como es, con su cielo infranqueable, incluso al sol que, a menudo, tan solo percibes a través de esos tímidos guiños unas veces, otras, descargando con fuerza la lluvia que nutre la ría, los bosques...

 

En Bilbao hay cabida para todos y para todo excepto para la indiferencia, nada aquí es mediocre, la ciudad es un despliegue explosivo de creatividad, todo es grandioso: sus puentes y sus grúas, su estadio, sus graffitis, su gente que no cesa, desde el amanecer hasta el último vestigio de luz, corre, rema, deambula por sus calles... la ciudad entera es un despilfarro de vida que sigue y se expande a través de su ría, hacia el mar, hacia el infinito...

 

Poco a poco, casi sin percibirlo, me dejo abrazar por esas curvas caprichosas, retorcidas, provocadoras, que para algunos evocan un gran navío, para otros un ser mitológico o incluso las alas del sombreo de Merlín, es el Guggenheim, que como nosotros llegó de fuera pero se integró en la ciudad, pasó a ser parte de ella como nacido de sus propias entrañas...

 

Mayo, 2015

 

 

 

 

        

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